Plantear un laberinto, imaginarlo, pensarlo en su arquitectura destinada a la confusión, significa, desde un principio, saberse descubierto, por uno mismo, como un sujeto perdido entre los meandros vitales, en la intrincada red de lo cotidiano, que organizamos de manera más o menos acorde con nuestras miradas para no convencernos de que estamos, como actuales herederos de Teseo, perdidos en el tejido del tiempo y que allí, en ese extraño espacio, vamos a permanecer por eternidades efímeras…